Todavía puedo recordar sus
botas. No había momento del día que no llevara aquellas botas negras desgatadas
de tanto caminar, las mismas que llevaba cuando la conocí. Las botas que se
alejaron lentamente de mí el día que me dijo adiós. Nunca supe por qué las
llevaba todo el tiempo, lloviera o hiciera el día más radiante que uno pueda
imaginar. Creo que era por si necesitaba salir corriendo, como un As bajo la
manga. Sí. Puede que fuera eso. En cierto modo creo que nunca logré que se las
quitara, porque nunca se sintió del todo segura a mi lado.

Puede que no fuera la más
linda. De hecho, puede que haya quien no encuentre un rastro de belleza en su
rostro. Pero yo encontré en su nariz el imán perfecto para mis labios, que se
posaban en ella con la delicadeza de quien toca una figura de cristal. Hallé en
su mirada un jeroglífico tan apasionante que no paré de intentar descifrarlo
desde el preciso instante en el que se cruzó con la mía. Y no soy un experto en
miradas, pero la suya tenía un sinfín de cicatrices que me obligaron a querer
protegerla contra viento y marea. Pero no se puede proteger lo que nunca se ha
tenido.
Todavía puedo recordar su
olor. Olía a tierra mojada. A tormenta. Olía como huele una casa un domingo por
la tarde, a hogar. Pero, por encima de todo, olía a libertad. Era tan libre,
tan salvaje… que no conozco red lo suficientemente fuerte como atraparla. Tan
salvaje como su melena, que tantas veces cubrió mis manos los días de frío.
Escribí una novela enredada en su cabello, pero nunca lo supo porque no tuve el valor
de decírselo.
Ahora estará corriendo.
Lejos de mi, salvaje, imparable, huidiza. Y no la olvido. Ni a ella, ni a sus
botas negras.
Todavía puedo recordarla.
Todavía puedo amarla.
Todavía.
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